Inmersos en una sociedad de consumo, de lo rápido y fácil, nos perdemos con tantas opciones. Raro es no haber experimentado dificultad para elegir entre cientos de títulos de películas o de series, hoy día. Recuerdo aquel tiempo en el que esperábamos que pusieran la película del sábado o domingo noche, en un solo canal, sin que hubiera posibilidad de rebobinarla. O esperar una semana para el siguiente episodio de nuestra serie favorita. Ahora tenemos tantas ofertas que nos aturullamos.
Esto se ha convertido también en una manera de ver el mundo, sin capacidad para tolerar la espera y dónde, si no me gusta lo que veo o tengo, pues paso al siguiente. A veces, el siguiente contacto en las redes sociales solo por el aspecto, la siguiente prenda de vestir porque cuesta muy poco, o el próximo plato, porque se ha convertido en una especie de buffet libre.
Me encuentro con personas incapaces de tolerar las malas rachas o lo que no les gusta. Con dificultades para intentar reparar en lugar de sustituir, lo que les lleva a una carencia de compromiso y también al vacío.
Admiro el tiempo en el que se iba al zapatero a cambiar una suela, se remendaba la ropa y los electrodomésticos se arreglaban. Desgraciadamente esto está pasando también en las relaciones, habiendo aumentado en gran número las rupturas entre amigos/as, familiares y parejas. ¿Será que hasta aquí llega la obsolescencia?
Pues a mí me gusta lo conocido, lo arreglado y reparado una y otra vez. Me gustan las arrugas, las cicatrices y la falta de disfraz. Lo auténtico, lo genuino y transparente. Me gusta el sentido del cuidado tanto de lo material, natural, como de lo relacional. Lo cocinado a fuego lento y con mimo.
En los procesos terapéuticos intentamos cuidarnos y repararnos a nosotros/as mismos/as, ya que por suerte, todavía somos únicos/as e insustituibles.