En la actualidad vivimos sobreestimulados, excitando al cerebro continuamente con exceso de información. Éste lo que hace es interpretarla, clasificarla y colocarla, todo en décimas de segundo. De una sola imagen, nuestro cerebro construye todo un perfil, como cuando nos veíamos con mascarilla y completamos la cara de la persona que teníamos enfrente. El peligro es que, en muchísimas ocasiones, no encajaba. Sometemos al cerebro a un trabajo intensísimo, que luego es difícil de detener, provocando problemas de concentración, atención, migrañas, insomnio, estrés…Una vez que ponemos la máquina a todo gas, detenerla requiere su tiempo. El horno tarda en enfriarse.
Sabemos que estamos haciendo un abuso de las pantallas y que esto, está generando dependencia y malestar. Todo se ha vuelto rápido e impulsivo y la espera, nos genera impaciencia y ansiedad.
Decidí intentar bajarme de este tren desde Navidades y elegí no ver televisión. O por lo menos, solo utilizarla para el cine, en ocasiones muy concretas. Lo que más me perjudicaba era su uso antes de dormir. Me robaba horas de descanso. Ahora cuando llegan las 22h. tengo sensación de tiempo y aprovecho para leer, escribir o escuchar música, lo que me prepara para el sueño, que me llega antes y de manera más plácida.
Es obvio que cuando necesito que mi locomotora baje de revoluciones, no es el momento de echarle más madera.
Empiezo también a interesarme por la meditación, que de sobra sabía que era beneficiosa y ahora, los científicos han demostrado que engrosa la capa prefrontal de nuestro cerebro y reduce la actividad de la amígdala. En poco tiempo, la práctica diaria ayuda a tener mayor dominio de nuestros impulsos, haciéndonos más reflexivos/as. Además, el espacio de atención dedicado a lo que nos pasa dentro de nuestro cuerpo, genera bienestar inmediato.
Recuerdo una viñeta de El Roto, donde hay un hombre corriendo que se dice:
«No sé a dónde voy, pero si me paro a pensarlo, me adelantan».