Cambiamos las dinámicas, los lugares de residencia, los horarios…todo se flexibiliza. En nuestro caso, tenemos que hacer un encaje de bolillos minucioso, subiendo y bajando de nuestra casa habitual al pueblo, para poder estar en las vacaciones de nuestros hijos. Sin duda, merece la pena el esfuerzo, porque también reducimos el ritmo. Periodo inolvidable para peques, donde la única tarea es el juego y la interacción con amigos y amigas. Como progenitores, saber que están entre iguales, nos relaja y nos da la confianza de que están haciendo lo que mejor les viene. Relacionándose con diferentes edades, con la seguridad y la libertad de que los/as uno/as acompañan y cuidan a los otros/as. Esa camaradería, moverse solos/as para hacer recados, llamarse desde la ventana, organizarse para jugar a las cartas o al balón… Responsabilizándose de darse prisa en cenar y ducharse, porque han quedado por la noche para jugar en las pistas. Si pudieran, no dormirían, aunque al final caen en la cama rendidos/as. Un aprendizaje impagable, como el saber adaptarse a las necesidades de mayores y pequeños, la confianza, el sentirse parte de, la lealtad, también los enfados, desencantos, conflictos. Situaciones que no podrían aprender con los adultos.
Después vendrá mi recurso favorito y más recomendado, la estrella del verano, el Campamento de 15 días. Montaña, compañerismo, superación, aventura, autonomía, normas, valores, comunidad, canciones, teatro, bocatas de chocolate y de quesito, dormir juntos/as en tienda o bajo las estrellas.
Que el ritmo asfixiante de la ciudad, no nos haga olvidar que somos seres sociales y naturaleza.